Don Juan Tenorio es el
personaje más célebre del teatro español. La historia de este burlador de
mujeres comienza en los días de Carnaval y acaba en el Día de Difuntos. Don
Juan es un seductor que se mofa de todos los valores sociales establecidos.
Pero su vida cambiará al conocer a doña Inés. Gracias a su amor el alma de don
Juan se salvará de las llamas del Infierno.
Dentro de los eventos culturales
que suelo asistir año tras año, se encuentra la representación de esta obra de
José Zorrilla en fechas próximas al Día de todos los Santos, sin embargo este
año debido a ciertos compromisos no he podido asistir a ninguna y este hecho me
ha supuesto cierto vacío poético. Para remediarlo decidí leer el texto y
representar mentalmente la obra.
Aunque ya conozco más que de
sobra la obra siempre encuentro en cada representación algún aspecto que
resaltar o cierto matiz que da un nuevo color a la obra, en este caso a través
de la lectura he descubierto algunos que en las representaciones se me habían pasado por alto. Como por
ejemplo de la profundidad de ciertos monólogos de don Juan, que por efecto de
la ligereza de la rima no había observado en su justa medida.
Retomar clásicos es algo muy
recomendable, una vez que se tiene cierta costumbre lectora se pueden apreciar
con toda la amplitud, ya que el bagaje literario hace que el lector tenga una
visión más global. Léase en este párrafo una crítica directa a determinados
profesores de literatura que a sus
alumnos de instituto les hacen leer obras clásicas, pero no aptas para esas
edades o rutinas lectoras, que lo único que consiguen es que los chavales no se
interesen por la lectura y rechacen obras que posiblemente en un futuro podrían
formar parte de sus libros favoritos.
Evidentemente los clásicos son
clásicos y todos tienen una calidad contrastada durante años de pervivencia,
sin embargo que tengan una calidad indiscutible, esto no hace que sean aptos
para todos los públicos, y aún cumpliendo los “requisitos” para poder disfrutar
de estas obras como se merezcan no está asegurado el disfrute. Es la ley de
Murphy de la literatura.
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